El despertador sonaba con rigurosa puntualidad a las seis de
la mañana. Remoloneaba entre las sábanas durante un intervalo de cinco minutos,
tiempo suficiente para que el despertador volviera a chillar como si no lo
hubiera hecho antes. Su rutina siempre era la misma: apagar ese cachivache con
vehemencia, suspirar e incorporarse para ir despertándose poco a poco. Hasta
que sus ojos se abrieran por completo y pudiera ver sus pies bañados por la luz
de la luna.
La luz de la mesita de noche se encendía con exacta
puntualidad cada día, se vestía con su mono azul teñido de grasa a pinceladas y
se preparaba el café.
Solo, de un color negro intenso, como sus ojos y como el
principio de cada mañana que se tornaba tediosa y plomiza, pero le añadía una
cucharada de azúcar para camuflar un poco el sabor, para darle un toque de
color a la vida y para endulzar su ajetreada y frenética vida.
El espejo reflejaba un rostro que, aunque él conocía bien, le
resultaba extraño. No porque fuera feo, bajo o grueso, sino porque en él
reconocía aspectos que jamás pensó tener. ¿Acaso había estudiado cinco años
para tener esas ojeras amoratadas bajo los ojos? Unos ojos que se mataron por
leer, por saber y, en definitiva, por progresar. Nunca creyó que cobraría un
salario que le permitiría vivir en el piso que le había alquilado a su hermano
y tener algo suelto en la cartera. A veces podían ser diez o quince euros,
otras ni eso.
Una vida vacía que él odiaba, detestaba y horrorizaba. Si al
menos tuviese alguien con quien compartir los escasos momentos de tranquilidad.
Tampoco, no había nadie. O al menos nadie importante. En las sábanas de su cama
había pasión derramada como los colores en la paleta de un pintor. No obstante,
ninguna mancha se había vuelto a esparcir en ellas. Siempre eran distintas.
Tras cepillarse los dientes, acicalarse un poco y sonreír al
espejo como repitiéndose a sí mismo que todo cambiaría y que su estrella
llegaría, cogía las llaves del coche y cerraba la puerta con un sordo portazo.
Mientras bajaba las escaleras escuchaba las alegres serenatas de los vecinos
aún dormidos y acunados por Morfeo. Todo se ahogaba en un profundo silencio que
se iba rompiendo con el repique de sus botas contra los escalones.
No sabía que su monótona vida estaba a puntito de cambiar,
que llegaría ella para poner todo patas arriba y devolverle la ilusión.
Eran
las seis y media de la mañana.