(...) Entré en su casa con vergüenza, era una
situación incómoda. No conocía a ese hombre de nada; sólo habíamos intercambiado
unas palabras y ahora estaba en su salón, fijándome en todos los detalles. Tenía buen gusto; las paredes eran blancas adornadas con bocetos enmarcados de mujeres desnudas que se conjugaban con el olor a óleos frescos. Las cortinas eran marrones y el sofá
naranja. Sólo había un mueble, una mesa pequeña y un caballete antiguo de
decoración. Sin duda, tenía que dedicarse a la pintura. De pronto, cerró la
puerta y dejó mis cosas en la entrada, yo me giré rápido porque me daba la
impresión de estar siendo indiscreta observándolo todo al mínimo detalle mientras él se divertía observándome (...)