miércoles, 30 de agosto de 2017

6:30



El despertador sonaba con rigurosa puntualidad a las seis de la mañana. Remoloneaba entre las sábanas durante un intervalo de cinco minutos, tiempo suficiente para que el despertador volviera a chillar como si no lo hubiera hecho antes. Su rutina siempre era la misma: apagar ese cachivache con vehemencia, suspirar e incorporarse para ir despertándose poco a poco. Hasta que sus ojos se abrieran por completo y pudiera ver sus pies bañados por la luz de la luna.

La luz de la mesita de noche se encendía con exacta puntualidad cada día, se vestía con su mono azul teñido de grasa a pinceladas y se preparaba el café.
Solo, de un color negro intenso, como sus ojos y como el principio de cada mañana que se tornaba tediosa y plomiza, pero le añadía una cucharada de azúcar para camuflar un poco el sabor, para darle un toque de color a la vida y para endulzar su ajetreada y frenética vida.
El espejo reflejaba un rostro que, aunque él conocía bien, le resultaba extraño. No porque fuera feo, bajo o grueso, sino porque en él reconocía aspectos que jamás pensó tener. ¿Acaso había estudiado cinco años para tener esas ojeras amoratadas bajo los ojos? Unos ojos que se mataron por leer, por saber y, en definitiva, por progresar. Nunca creyó que cobraría un salario que le permitiría vivir en el piso que le había alquilado a su hermano y tener algo suelto en la cartera. A veces podían ser diez o quince euros, otras ni eso.

Una vida vacía que él odiaba, detestaba y horrorizaba. Si al menos tuviese alguien con quien compartir los escasos momentos de tranquilidad. Tampoco, no había nadie. O al menos nadie importante. En las sábanas de su cama había pasión derramada como los colores en la paleta de un pintor. No obstante, ninguna mancha se había vuelto a esparcir en ellas. Siempre eran distintas.
Tras cepillarse los dientes, acicalarse un poco y sonreír al espejo como repitiéndose a sí mismo que todo cambiaría y que su estrella llegaría, cogía las llaves del coche y cerraba la puerta con un sordo portazo. Mientras bajaba las escaleras escuchaba las alegres serenatas de los vecinos aún dormidos y acunados por Morfeo. Todo se ahogaba en un profundo silencio que se iba rompiendo con el repique de sus botas contra los escalones.
No sabía que su monótona vida estaba a puntito de cambiar, que llegaría ella para poner todo patas arriba y devolverle la ilusión. 

Eran las seis y media de la mañana.




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